Cerdo burgués”, me decía el cobarde con sus dos dedos del medio levantados. Podía ver la furia en sus ojos; escupía mientras hablaba, las venas en su cuello, el sudor de su frente, casi olía su fetidez. Tenía el descaro de llamarme “cerdo”, una rata anticuada de esa categoría. Bueno para nada. Me acomodaba el nudo de la corbata, y al tipo ese parecía incomodarle más. Se pasaba el dedo por la garganta de izquierda a derecha, quería matarme, a mí, solo por ser exitoso. Maldito perdedor. Intenté quitarle la mirada, pero no pude. Tal vez quise seguir viéndolo sufrir o tal vez algo me llamó la atención de aquel hombre fallecido en alma. Lo vi directo a los ojos y, de pronto, él se calmó. Me observó y, en esa paz, me dijo: —¿Vos qué te creés, gran basura? ¿Ya se te olvidó de dónde venís? Parecía tan enojado. —¿Ya no te acordás cuando tenías una meta? Empezó a dispararme preguntas y yo empecé a dejar que esas preguntas entraran en mi cabeza y patearan todos mis nuevos ideales. —¿Cuánto más querés robar? ¿Cuántas familias más pasarán hambre para mantener esos negocios, mal nacido? Pobre hombre que se desarmaba al frente mío, ya se empezaban a asomar sus tercermundistas lágrimas. De repente, me interrumpió de nuevo: —¡Volveme a ver, cerdo! Lo volví a ver de nuevo directo a sus ojos, mientras me acomodaba mi banda presidencial. —¿No te da asco, en serio? Esa hijueputa cinta hecha con sangre de incalculables personas, entre ellas yo. Esa última frase fue la que me hizo quitarle la vista e ignorar de nuevo a ese maldito imbécil. Salí del baño, listo para un día más. Afuera me esperaba mi esposa. —Amor, quiero quitar el espejo del baño.