Y vio el mundo, Alicia, pequeña, de ocho meses, roja, hermosa y escandalosa. Dicen que todos los niños recién nacidos son feos, yo lo digo, pero ella no, ella era la única, era luz, era simplemente bella. Su madre, convaleciente, sonriente, iluminada, orgullosa y cómo no. Yo la veía de reojo, mientras centraba mi mirada en Alicia, era inevitable. A ella la conocí hace mucho tiempo, tuvimos una buena historia, todo se fue dando, fuimos buenos amigos después de un tiempo. Linda persona que compaginó conmigo, no sé por qué, supongo que una especie de yin yang. —¿Puedo alzarla? —le dije tímidamente. —Claro —me sonrió. Con mucho miedo y cuidado la levanté, era liviana, olía bien, casi podía sostenerla con la palma de mi mano. Al parecer le gusté o eso quise pensar. —Se parece a usted —le dije. —Es recién nacida, no invente. —Es en serio, es igual de linda. —Shhh. Sonreí. Hablamos, recordamos viejos tiempos, reímos, fue una linda tarde. Había pasado una hora, mi visita se vencía. Le di un beso en la frente a cada una en forma de despedida. —Cuídense mucho, no se pierdan. —¿No quiere quedarse a conocer al papá? —Al papá lo conozco muy bien, al que cree serlo no, no me interesa conocerlo. —Sáquese esa idea de la cabeza —su rostro cambió al enojo que ya conocía. Le tiré una retorcida sonrisa, de esas que odia, y me fui sin más. Me topé al tipo en el lobby del hospital, me aseguré de que me viera. Me odiaba. —Felicidades, señor, la niña es hermosa. —Gracias —me dijo esquivamente. —No se parece en nada a usted, ¿raro no? —tenía que hacerlo, lo disfruté. —¿Ya se iba? —Sí, señor, no sin antes felicitarlo de nuevo, la niña es hermosa, igual a su madre. —Mi esposa. —Sí, su esposa. Le tiré una retorcida sonrisa, de esas que odia, y me fui sin más.