Ella: Él lo sabe. El otro: No invente. Ella: Creo que sí. El otro: Hemos hecho muy bien las cosas. Ella: Qué mierda con usted. El otro: Tranquila. Ellos creen que no lo sé, pero lo sé. Los he visto pasar de la mano de bar en bar, de café en café. Sé que viajaron, sé que seguramente cogieron, sé que se aman, sé que no se olvidan, sé que hablan, sé que no se pueden separar, pero lo haré. Y mientras pensaba todo eso, lo decidí, le pediría matrimonio. Era mi última oportunidad; mis treinta y cinco ya parecían muchos para comenzar una nueva relación desde cero. Preferí cerrar toda posibilidad y ser yo el ganador, ganador a medias. Ella estaba enamorada de ese hijo de puta, eso no lo podía evitar, pero yo podía darle una mejor vida. Todo lo estaba haciendo por mi bien, por el de ella y porque ese hijo de puta desapareciera de una vez por todas. Ella: Estoy segura de que hoy me pedirá matrimonio. El otro: Qué mierda, usted sabe lo que eso significa. Ella: Lo sé. El otro: Bueno, sabíamos que esto llegaría, ni modo. Lo tenía todo planeado, fuimos a uno de esos restaurantes a los que va la gente a pedir matrimonio. Pedimos una cena que me costó una cuota mensual del préstamo de la casa. Terminamos de comer y el momento estaba cerca; entonces fui al baño para agarrar valor. Ella: Lo va a hacer ya. El otro: ¿Nos volveremos a ver? Ella: Una última vez. El otro: Cuidado se le olvida. Ella: Jamás. El otro: Suerte. Salí del baño, me temblaban las manos, intenté tranquilizarme, pero no pude. Llegué a la mesa, me senté, la vi, hermosa como siempre, guardaba su teléfono en el bolso. —Tengo algo que decirte. —Dime, amor. Con esfuerzo, saqué el anillo del bolsillo de mi pantalón y lo puse sobre la mesa. —¿Te querés casar conmigo? Me miró y rió, hipócrita. Me hubiera encantado que esa cara radiante, esos ojos brillosos, esa sonrisa gigante fueran auténticos. Ojalá nunca hubiera conocido a ese infeliz, tal vez algún día lo olvide, esa era mi última esperanza. De pronto me di cuenta de que ya llevaba mucho tiempo, y aún no me respondía. —Amor, ¿entonces? Dos lágrimas perfectamente sincronizadas se deslizaron por sus mejillas hasta acabar en las esquinas de su boca. Me volvió a ver y, mientras decía “no” con la cabeza, con su boca me dijo “sí”. Victoria.