Faltaba un minuto para las cuatro y treinta. Se agachó para amarrar los cordones de sus zapatillas de correr, se levantó y se miró en el espejo que estaba justo al lado de la puerta. La falta de sueño, el nerviosismo y la ansiedad eran visibles. Quitó la mirada rápidamente, tomó las llaves y salió. Saludó a sus vecinos amablemente mientras hacía un ligero estiramiento de brazos y, justo cuando iba a iniciar su entrenamiento, una llamada lo interrumpió. Su corazón se aceleró, era la llamada que había estado esperando pero que no quería escuchar. Contestó. —Está muerta —le dijo la voz aguda al otro lado. Colgó y un vacío se formó en su estómago. En sus oídos solo escuchaba un pitido infinito y todo el ruido ambiente desapareció. El tiempo pareció no querer seguir avanzando; se subió el cierre de su sudadera y empezó a correr. Corría mientras revivía cada una de las etapas que había pasado junto a aquella mujer. Cuando se enamoraron en tiempos de universidad, aún recordaba la primera vez que vio su sonrisa y jamás olvidaría el primer beso que le robó en medio de su clase de Fundamentos del Derecho. Se limpiaba rápidamente las lágrimas, apretaba los dientes y aceleraba el paso. Al pasar frente al templo, el muro que lo rodeaba le trajo recuerdos de sus sábados sentados ahí, disfrutando de las tardes de diciembre y sus discusiones donde se encontraban sus puntos de vista, los cuales defendían cada uno con argumentos y los que quedaban sin solución se arreglaban bajo las sábanas. Se persignó sin volver a mirar y continuó con más fuerza. Las nubes empezaron a tapar el cielo de las cinco y una que otra gota hacía la advertencia de un pronto aguacero. Él lo ignoró y continuó a paso uniforme, recordando cuando todo empezó a cambiar: sus momentos bajos, las discusiones sin argumentos y el sexo por compromiso. Un trueno interrumpió su pensar y subió rápidamente el volumen de su música, aceleró aún más. De golpe, se le vino a la cabeza el primer día que la agredió físicamente. Cerró los ojos con fuerza y sacudió la cabeza, como si eso fuera suficiente para sacar el recuerdo. Cuando los abrió, se percató del charco que estaba a punto de pisar y, en un intento por esquivarlo, se dobló el pie y cayó al suelo. Se quedó ahí tirado unos segundos. La lluvia lo empapaba e igualmente no tuvo apuro en levantarse, mientras en su cabeza pasaban las imágenes de todos y cada uno de los moretones que ella intentaba esconder, los llantos ahogados, el miedo que sentía cuando estaba en su presencia, su cara de pánico cuando se le sentó al lado en el bus en medio de una orden de alejamiento. Se levantó llorando desconsoladamente, intentó inútilmente sacudirse y regresó sobre sus pasos. El vapor inundaba todo el baño, empañando toda superficie reflectante. Él empezaba a calmarse; cada vez le era más fácil esquivar sus recuerdos. Después de unos veinte minutos —tal vez más— salió con el paño amarrado a su cintura y lo vio sentado en su sillón. —Fue fácil —era la misma voz aguda de la llamada. Él le quitó la mirada y le señaló el sobre de la mesa. El tipo de la voz aguda se levantó, tomó el sobre y se fue. Poco a poco el pitido en sus oídos iba desapareciendo y le dejaba escuchar la televisión que transmitía el partido donde perdía su equipo. La policía llegó al minuto 89.