En una etapa temprana de mi vida, me preparé inconscientemente, primero, y conscientemente, después, para estar sola. Trabajé muchos de mis miedos, desarrollé habilidades de supervivencia básica, defensa personal también básica. Me sentía preparada para enfrentar al mundo y publiqué mi primer libro; me destruyeron, más ellos que ellas, obvio, pero había de todo: groseros de mierda, violentos naturales, bestias salvajes. Recuerdo todos y cada uno de sus nombres, los que me ofendieron sin piedad, las que me amenazaron de muerte, los que simplemente entraban para hacer un comentario sobre mi cuerpo. Los odio mucho porque mi libro se hizo famoso y vendió miles de unidades por su odio fisgón y amoral, por su morbo y no por lo que debió haber sido: lo que tenía que contar. Han arruinado lo que más amaba en la vida: escribir. Para mí, escribir no era un hobby, lo era todo, mis pequeños escapes, mis aventuras. Aún recuerdo aquellas cenas románticas, ya dañadas, con mi amado Silencio. Una mesa redonda de mantel blanco, dos candelas en el centro, luz suave de ambiente, un piano agradable, una ventana de fondo que dejaba ver el perfil de una ciudad y pequeñas luces encendiéndose, cliché lo sé, pero nuestro cliché, ese que nos encantaba cuando estábamos a solas. Nuestras miradas se cruzaban dibujando un diámetro perfecto a la mesa. Sabía exactamente cuándo ibas a empezar a hablar, porque siempre te aclarabas la garganta y levantabas un poco la ceja izquierda. —¡Siempre me hacés a un lado! —me reclamabas airado y levantando la voz. —Es que no tengo tiempo, entre todo lo que tengo que hacer en la casa, el trabajo, Mario, los chiquillos, se me acaba el día y el siguiente es igual o peor. —No estoy pidiendo explicaciones, estoy pidiendo atención, estoy de rodillas suplicando, humillándome, como si no valiera nada. —¡Hey, Silencio! Levántese de ahí, no me haga pasar vergüenzas. Cuando por fin te volviste a sentar y aceptaste compartir conmigo una cena agradable, un dinosaurio gigante decidió romper el techo con su pata y nos aplastó contra el piso, dejándonos untados, inconclusos, muertos. Primero eran los sistematosaurios, no se imaginan a cuántos tuve que matar para poder escribir mi primera edición y cuando por fin creí haber hecho las del meteorito, sale una especie nueva con mil cabezas, ultra violenta y antipática: el ustedesaurio. Me dañaron, no lo soporté, las heridas fueron profundas, tan profundas que hoy, un año después de mi añorada primera publicación, aún siguen abiertas. Esta edición es dedicada a ustedes porque les odio con fuerza y siempre profesé que solo se puede odiar con fuerza a quien se ama con fuerza, y soportar mi vida amándoles de esa manera es imposible. Hasta siempre. Terminó por fin el prefacio, el texto que estaba esperando su editor y amigo. Iban a hacer un segundo y millonario tiraje. Adjuntó el documento a un correo, verificó que se enviara y se subió de pie a la silla de su habitación impropia. La luz que parpadeaba ahora estaba fija.