Nos despedimos como siempre. Ella me acompañaba hasta el portón de su casa, me daba un beso y no me dejaba ir hasta no recibir una respuesta positiva a la pregunta-orden: “¿Me avisas cuando llegues?”. Una sonrisa, un beso de vuelta y un “sí” daban la seguridad necesaria. Yo comenzaba mi viaje de una hora de regreso a mi casa y ella el de un minuto de vuelta a la suya. Domingos en las noches, generalmente, los buses van con pocas personas y este lluvioso 20 de octubre no fue la excepción. Llevaba aproximadamente cuarenta y seis minutos de viaje cuando, en un alto puente sobre el río, el bus derrapó, colisionando fuertemente contra la defensa de la carretera. Colgamos unos segundos, tres para ser exactos, y un fuerte estruendo del metal del bus sobre el asfalto nos anunció que la caída era inminente y así fue. El caos reinó y, de repente, nos detuvimos de golpe; no habíamos llegado al fondo, eso se sabía. Con el impacto, cinco personas terminaron en el fondo del río; se escuchaban gritos, quejidos y oraciones. Se veía sangre, brazos y piernas regados por el interior del bus. Yo, prensado en la parte trasera del bus, logré sacar mi teléfono. Tenía el pecho atrapado entre los asientos y no podía hablar, pero logré escribir algunas líneas en varios mensajes: “Por favor, no se asuste, siéntese y lea esto con cuidado. El bus acaba de caer del puente en la pista”. Ella se encontraba viendo televisión con su familia, el teléfono descansaba en la mesa de noche a una habitación de distancia. “Porfa, avísele a mamá que todo está bien, que morí siendo feliz, que la amo a ella y a todos en mi familia. Perdón por darle esta tarea. La amo, gracias por pasar todo este tiempo, espero pueda hacer de su vida la mejor de todas… Hasta pronto”. Terminé de escribir con lágrimas y sangre en mi cara y envié el último mensaje. A una habitación de distancia de ella sonaba la notificación de mensaje nuevo. “Es él, llegó temprano hoy”, un alivio le recorrió el cuerpo; esperó los próximos comerciales para ir por el teléfono. Empezaron los comerciales y fue por su teléfono. Lo leyó y cayó de rodillas al suelo; llamó a su mamá. Su mamá leyó el mensaje, se sentó cercana a ella y, sin saber qué decir, la abrazó y ahí se quedaron. Ella tomó su teléfono y escribió un “te amo” tembloroso y bañado en lágrimas y, con dificultad, presionó “Enviar”. Yo, prensado en mi asiento, vi en la pantalla un “escribiendo”, pero inmediatamente el bus cedió y en cuestión de milésimas de segundo se estrelló con toda la fuerza contra las piedras del río. No pude leer el mensaje. En ese momento dejé de existir.